MÉXICO EN LA ALDEA GLOBAL
Coordinador: Alfredo Rojas Díaz Durán
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John Saxe-Fernández
La globalización, entendida como un proceso de “internacionalización económica” en el cual se advierte un notable incremento en los flujos de capital, mercancías y tecnología, difícilmente es un fenómeno nuevo, inédito, homogeneizante y propagador del bienestar y la democracia universal, como lo quiere hacer pensar esa corriente de pensamiento eufórico y determinista, que en otra oportunidad he denominado como “globalismo pop”. Y, en México se exagera esto, ya sea para justificar políticas impulsadas por acreedores internacionales del país, o bien, como parte de los “adornos” usados por cierta intelectualidad superficial orientada a estar de moda y siempre con algún nexo con el poder.39 Sin embargo, la globalización se observa en ciclos recurrentes de apertura y proteccionismo; especialmente desde mediados del siglo XIX, es parte fundamental del largo proceso multisecular asociado a la modernidad que caracteriza el periodo posrenacentista y que tiene en la expansión colonial e imperial uno de sus más importantes pivotes.
Como resultado de esta asimétrica relación, Inglaterra hizo literalmente pedazos a las otras economías hasta que, a principios de los años setenta, tuvo que enfrentar a otras economías que no habían adoptado las prescripciones librecambistas, como Estados Unidos. Consecuentemente, los británicos abandonaron el libre mercado y se orientaron más a consolidar un sistema colonial en Asia y África, en busca de la anexión de mercados. El aparato colonial forzaba a las colonias a vender materia prima barata, ofrecer mano de obra a precio vil y, desde luego, a comprar los productos ingleses con demasiado valor agregado. El resultado fue, en todo caso, semejante a lo observado durante la etapa librecambista y, en India, se expresó en una brutal destrucción de su emergente industria textil.
A lo largo del siglo XIX Estados Unidos, como se verá después, había logrado una enorme y vasta capacidad productiva —extractiva, agrícola, industrial y de servicios—; además, había llevado a cabo una impresionante mecanización agrícola y ensayado nuevos sistemas de administración para sus enormes empresas y bancos. Esto lo logró, no ajustando su estrategia económica a las tendencias librecambistas impulsadas por Inglaterra, sino adoptando lo que en este trabajo planteó como el modelo hamiltoniano de modernización nacionalista, que da los fundamentos económicos para que Estados Unidos, eventualmente, se transformara, primero, en el principal y, luego, en el sucesor hegemónico del Imperio Británico.40 Después de la prosperidad bélica que generó la Guerra Civil, la economía experimentó una expansión constante, afligida por una tendencia crónica al estancamiento y la depresión, como ocurría al resto de las economías capitalistas. La depresión de 1866-1867 fue seguida de una prosperidad que acabó en un pánico bursátil en 1873, una depresión generalizada entre 1874-1878 y la vigorosa prosperidad de 1886-1890, que cae en recesión en 1891 y en un colapso bursátil en 1893, así como una depresión grave entre 1894 y 1897. Como ocurrió en el último cuarto del siglo XX, que en el caso nuestro desembocó en la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el problema de la sobrecapacidad en el contexto de creciente competitividad entre principales economías capitalistas se transformó rápidamente en uno de los incentivos centrales para la expansión comercial hemisférica y global, advirtiéndose claramente que el anexionismo territorial se utilizaría sólo en función de las necesidades geopolíticas que servirían de sustento y protección a la flota mercante, especialmente en el Pacífico.
Mientras, América Latina y el Caribe serían sometidos a los lineamientos monroístas del “panamericanismo” —un equivalente de la estructura colonial elaborada por Inglaterra ante un predicamento similar—, lo que significó, a partir de la Conferencia Panamericana de 1889-1890, celebrada en Washington, el intento claro de transformar al hemisferio occidental en una “zona de exclusividad” para el comercio y las inversiones de Estados Unidos. Algo semejante, de nueva cuenta y ante una crisis estructural mayor, se viene observando desde la década de 1970-1980 del siglo XX y que finalmente llevó a Washington a adoptar esquemas de integración comercial hemisférica bajo su batuta.
El secretario de Estado del presidente Harrison (1889-1893), James Blaine (1889-1892), promotor y organizador del “panamericanismo”, percibió muy claramente los lineamientos de la política exterior hacia América Latina, considerándosele uno de los funcionarios que anticiparían lo que sería la proyección hemisférica de Estados Unidos hasta nuestros días. El 30 de agosto de 1890, en una entrevista con el New York Tribune, Blaine especificó lo que efectivamente hoy es el tema de fondo tanto del TLCAN, como de la ampliación al mismo planteada por Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo, en los siguientes términos:
Deseo declarar la opinión de que Estados Unidos ha llegado a un punto en el cual sus más altos deberes consisten en la ampliación de su área de comercio exterior. Bajo la benefactora política de las protecciones tarifarias hemos desarrollado un volumen de manufacturas que, en muchas ramas, sobrepasa las demandas del mercado interno. En el campo de la agricultura, con el inmenso desarrollo de su mecanización, podemos producir muchos más alimentos de los que nuestra población puede consumir. Nuestra gran demanda es por la expansión. Y por expansión quiero decir la expansión del comercio con países con los que podemos tener relaciones redituables. No estamos buscando anexar territorios. Pero al mismo tiempo creo que no debemos conformarnos con la situación actual, por lo que considero inconveniente que nos abstengamos de practicar lo que se conoce como “anexionismo comercial”.
El panamericanismo en su versión de “integración monroísta” demostró que después del comercio siguieron las cañoneras y la intervención político-militar, como ocurrió en Venezuela (1895-96), previamente en Brasil y Chile, posteriormente en México y Centroamérica de nueva cuenta. Esta secuencia e interrelación de lo económico-comercial con lo político y lo policiaco militar, presente entonces, es hoy de nueva cuenta uno de los aspectos de mayor relieve, al considerar el funcionamiento de la proyección de poder de Estados Unidos en América Latina y el Caribe, especialmente en México.